martes, 25 de noviembre de 2014

Habitando entre órdenes divinos y profanos II


En los claustros están las esperanzas


De León descubrió por ejemplo, que estas construcciones habían empezado a mutar de celdas a casas desde el momento en que las monjas decidieron abandonar el refectorio y tomar los alimentos en sus ambientes propios. Y es que la actitud no era de extrañar tomando en consideración todo el séquito de mujeres laicas que habían ingresado a la clausura con la religiosa principal y que de alguna u otra manera dependían de ella y no de la administración del convento. Debía pues alimentarlas y la única manera de hacerlo era  preparando la comida al interior de la celda. Aparecerían así  las cocinas, los fogones y los hornos de humeante combustión con el espacio propicio para este trabajo y con la anexión de un patio intermedio para el desfogue. De allí a que la monja también se alimente de esta pitanza y abandone el refectorio general había solo un paso.



En Un primer momento las celdas debieron ser uni espaciales con una división virtual dada por el mobiliario propicio para el cumplimiento de las acciones cotidianas. Luego se introduciría el espacio de la cocina con su respectivo patio, dando inicio a la evolución tipológica de las celdas.


El tener que proporcionar cobijo y dormitorio para esta singular comitiva, no sería tarea menor. Dependiendo de la relación con la monja y del estatus de las acompañantes estas podían pernoctar  compartiendo los espacios internos de la religiosa o en los patios y techos de la celda. Si, en los techos de las celdas se habían creado estructuras todavía más marginales que por su precariedad estaban condenadas a desaparecer. Sin embargo lo que no desaparecería serían las muy bien hechas gradas de medio arco ubicadas en los patios que llevaban a las mujeres al submundo expandible en  una especie de periferia vertical.  

El proceso de evolución tipológico de las celdas tomará diferentes caminos, dando tal variedad de las mismas que resulta difícil adscribirlas dentro de grupos homogéneos 



Los más variados tipos de escaleras aparecerán en los patios y en las cocinas, llevando a la población religiosa y seglar a estructuras marginales hoy desconocidas.
Era hasta cierto punto lógico, a opinión del Obispo, que la permisibilidad  que se tuvo en  aceptar a esta ingente población de mujeres laicas haya terminado por imponer sus propias leyes y en crear estructuras marginales, la mayoría de supervivencia, que no tardaron en materializarse en las construcciones y terminaran influyendo en la vida de las propias monjas. Si, era lógico. Pero lo que De León no podía soportar era el traslado de los privilegios económicos y sociales que la familia de la monja gozaba en el mundo al interior del monasterio; que esta ciudad sagrada se haya convertido en una réplica a escala reducida de las injustas estructuras en la que se basaba el orden que el virreinato había impuesto le parecía obra del demonio. Que sin una necesidad imperante empiecen a aparecer cámaras, recámaras y tras cámaras  otorgando comodidades superfluas a las que debían ser actividades penitentes como rezar y trabajar era a las luces de las enseñanzas católicas, inconcebible.

De León estaba decidido: una serie de reformas debían ser aplicadas, no cejaría por más impedimentos y costumbres arraigadas existieran en esta villa hermosa de Arequipa. Primero: la prohibición de ingreso de nuevas monjas hasta que la población religiosa alcance la estabilidad deseada; cinco, no, mejor diez años decretaría en que ninguna mujer pudiera profesar votos en el monasterio de Santa Catalina de Arequipa. Segundo: reduciría a un máximo de dos mujeres laicas por cada monja de velo negro, disminuyendo así categóricamente la población seglar que tanto perjuicio había traído los últimos años al monasterio, y tercero: insistiría en la renovación edilicia de los equipamientos generales para recuperar las prácticas de vida comunitaria. Esto último sin duda alguna terminaría por desaparecer esas abominables celdas individuales. 

Conseguir dinero, esa era su misión para los próximos años. Las arcas del monasterio estaban quebradas. La mala administración del cenobio durante la época del patronazgo del cabildo había puesto en serios aprietos a esta casa de Dios. Debía agenciárselas de alguna forma para continuar la obra de sus antecesores. Esta vez toda construcción la haría en base a claustros; si, retomaría el uso de estos espacios divinos, representantes del monacato y de los edificios cristianos hasta el último confín donde llegaron las enseñanzas de Cristo, pero ¿De dónde conseguiría el dinero?

El obispo cerró por un momento sus agotados ojos, reclino su cabeza hacia atrás y empezó a imaginar una idílica Jerusalén celeste, habitada exclusivamente por una comunidad de mujeres piadosas orantes por las necesidades espirituales de su grey. Ellas estructurarían su ordenada vida en base a los claustros: Primero estaría el claustro mayor, contiguo a la iglesia que tanto esfuerzo le costó realizar al obispo Juan de Almoguera. Gruesas arcadas delimitarían un patio alargado. Allí se encontraría el refectorio, para que las monjas vuelvan a compartir sus alimentos juntas, y en los otros dos frentes estarían los dormitorios comunes, contiguos al coro de la iglesia, como era costumbre en los monasterios de clausura, facilitando así a las religiosas su instancia permanente y continua a su iglesia.

Este sería el primero, pero luego habría que construir más. Claustros por doquier que recuperen el orden y doten de equipamiento remozado al monasterio, nuevas salas capitulares, enfermerías, locutorios, todo impregnado de este nuevo orden que lo invadiría todo y que haría paulatinamente desaparecer las celdas individuales, hasta el punto que las nuevas generaciones nunca sepan de su existencia.

CONTINUARÁ






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