En los claustros están las esperanzas
De León descubrió por ejemplo,
que estas construcciones habían empezado a mutar de celdas a casas desde el
momento en que las monjas decidieron abandonar el refectorio y tomar los
alimentos en sus ambientes propios. Y es que la actitud no era de extrañar tomando
en consideración todo el séquito de mujeres laicas que habían ingresado a la
clausura con la religiosa principal y que de alguna u otra manera dependían de
ella y no de la administración del convento. Debía pues alimentarlas y la única
manera de hacerlo era preparando la comida
al interior de la celda. Aparecerían así
las cocinas, los fogones y los hornos de humeante combustión con el
espacio propicio para este trabajo y con la anexión de un patio intermedio para
el desfogue. De allí a que la monja también se alimente de esta pitanza y
abandone el refectorio general había solo un paso.
El tener que proporcionar
cobijo y dormitorio para esta singular comitiva, no sería tarea menor. Dependiendo
de la relación con la monja y del estatus de las acompañantes estas podían pernoctar compartiendo los espacios internos de la
religiosa o en los patios y techos de la celda. Si, en los techos de las celdas
se habían creado estructuras todavía más marginales que por su precariedad
estaban condenadas a desaparecer. Sin embargo lo que no desaparecería serían
las muy bien hechas gradas de medio arco ubicadas en los patios que llevaban a
las mujeres al submundo expandible en
una especie de periferia vertical.
El proceso de evolución tipológico de las celdas tomará diferentes caminos, dando tal variedad de las mismas que resulta difícil adscribirlas dentro de grupos homogéneos |
Los más variados
tipos de escaleras aparecerán en los patios y en las cocinas, llevando a la
población religiosa y seglar a estructuras marginales hoy desconocidas.
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Era hasta cierto punto lógico,
a opinión del Obispo, que la permisibilidad
que se tuvo en aceptar a esta
ingente población de mujeres laicas haya terminado por imponer sus propias
leyes y en crear estructuras marginales, la mayoría de supervivencia, que no
tardaron en materializarse en las construcciones y terminaran influyendo en la
vida de las propias monjas. Si, era lógico. Pero lo que De León no podía
soportar era el traslado de los privilegios económicos y sociales que la
familia de la monja gozaba en el mundo
al interior del monasterio; que esta ciudad sagrada se haya convertido en una
réplica a escala reducida de las injustas estructuras en la que se basaba el
orden que el virreinato había impuesto le parecía obra del demonio. Que sin una
necesidad imperante empiecen a aparecer cámaras, recámaras y tras cámaras otorgando comodidades superfluas a las que
debían ser actividades penitentes como rezar y trabajar era a las luces de las
enseñanzas católicas, inconcebible.
De León estaba decidido: una
serie de reformas debían ser aplicadas, no cejaría por más impedimentos y
costumbres arraigadas existieran en esta villa hermosa de Arequipa. Primero: la
prohibición de ingreso de nuevas monjas hasta que la población religiosa alcance
la estabilidad deseada; cinco, no, mejor diez años decretaría en que ninguna
mujer pudiera profesar votos en el monasterio de Santa Catalina de Arequipa.
Segundo: reduciría a un máximo de dos mujeres laicas por cada monja de velo
negro, disminuyendo así categóricamente la población seglar que tanto perjuicio
había traído los últimos años al monasterio, y tercero: insistiría en la
renovación edilicia de los equipamientos generales para recuperar las prácticas
de vida comunitaria. Esto último sin duda alguna terminaría por desaparecer
esas abominables celdas individuales.
Conseguir dinero, esa era su
misión para los próximos años. Las arcas del monasterio estaban quebradas. La
mala administración del cenobio durante la época del patronazgo del cabildo
había puesto en serios aprietos a esta casa de Dios. Debía agenciárselas de
alguna forma para continuar la obra de sus antecesores. Esta vez toda
construcción la haría en base a claustros; si, retomaría el uso de estos
espacios divinos, representantes del monacato y de los edificios cristianos
hasta el último confín donde llegaron las enseñanzas de Cristo, pero ¿De dónde
conseguiría el dinero?
El obispo cerró por un momento
sus agotados ojos, reclino su cabeza hacia atrás y empezó a imaginar una
idílica Jerusalén celeste, habitada exclusivamente por una comunidad de mujeres
piadosas orantes por las necesidades espirituales de su grey. Ellas estructurarían
su ordenada vida en base a los claustros: Primero estaría el claustro mayor,
contiguo a la iglesia que tanto esfuerzo le costó realizar al obispo Juan de
Almoguera. Gruesas arcadas delimitarían un patio alargado. Allí se encontraría
el refectorio, para que las monjas vuelvan a compartir sus alimentos juntas, y
en los otros dos frentes estarían los dormitorios comunes, contiguos al coro de
la iglesia, como era costumbre en los monasterios de clausura, facilitando así
a las religiosas su instancia permanente y continua a su iglesia.
Este sería el primero, pero
luego habría que construir más. Claustros por doquier que recuperen el orden y
doten de equipamiento remozado al monasterio, nuevas salas capitulares,
enfermerías, locutorios, todo impregnado de este nuevo orden que lo invadiría
todo y que haría paulatinamente desaparecer las celdas individuales, hasta el
punto que las nuevas generaciones nunca sepan de su existencia.
CONTINUARÁ
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