Cada vez que Chalo me regaló una
conversación sentí luego la sensación de una oportunidad perdida. No haber sido
capaz de hacerle la pregunta justa que me permitiese develar los cimientos en
los cuales se apoyaba su contundente obra me produjo siempre el efecto de un
intento fallido. No es que a Chalo no le gustase conversar, pero poseía la
encantadora habilidad de llevarte por los territorios de sus recuerdos vividos
y de esquivar los temas de los libros o teorías
que podían haberle sido de utilidad.
El rigor proyectual impartido en
los talleres de la Escuela Nacional de Ingenieros, el correcto uso de los
principios fundacionales de la modernidad, así como una sensibilidad innata le
fueron suficientes para encadenar en sus obras sus recuerdos atávicos casi
siempre sucedidos en un entorno con tanta personalidad como el de su Arequipa.
Me contaba, por ejemplo, que una de las obras con las que se sentía más
complacido era la del colegio Prescott. Esa escala tan amable que poseen sus aulas surgió
de su voluntad de no generar en los niños el trauma que vivió él cuando lo
cambiaron de colegio y se encontró el
primer día de clases con el gigantesco pabellón de “La Salle” en lugar de los
amables claustros por donde había deambulado cuando estaba en “El San Francisco”.
Con esa extrema modestia, admirable
sobre todo al interior de un gremio en donde está virtud no es precisamente
moneda corriente, contaba que cuando obtenía altas calificaciones en el curso
de proyectos arquitectónicos en la ENI era
solo por el estímulo que le despertaba el poder venir lo antes posible a
Arequipa y ver a su enamorada Carmen, quien sería luego la compañera de toda su
vida. Más que tomar partido por las posiciones radicales que se vivían al
interior de la escuela de arquitectura con la irrupción de la agrupación “Espacio”
en contra de la arquitectura “neocolonial”, Chalo extrajo lo mejor del espíritu sus
maestros que luego se convirtieron en sus amigos: Fernando Belaunde, Luis
Dorich o Santiago Agurto, con quien solía tomar café después de clases, le
enseñaron, con su vida, la pasión por las cosas bien hechas
En una entrevista que le hicimos con
el arquitecto Lucho Calatayud, queríamos explorar su etapa estadounidense y su
paso por el SOM (Skidmore, Owings and Merrill) en esos años en que la
influencia de Mies bullía por Chicago. “Con eso del menos es más y el uso de
los materiales sin pintar me hicieron perder el color, tocayo” me dijo “algo
que es importantísimo para la arquitectura y que me tomó mucho tiempo volver a
encontrar”. Sin el más mínimo rubor el arquitecto nos confesó que renunció a la
prestigiosa firma porque quería irse a veranear a Mejía y cambiar el frío
norteamericano por esa playa del sur peruano que tanto quiso. Me queda claro
ahora que Chalo siempre priorizó lo afectivo a cualquier decisión profesional.
Asentado ya en Arequipa su rol fue
preponderante en la reconstrucción de la ciudad luego de los terremotos
sucedidos en los años 58 y 60. A partir de allí fundó junto con el abogado Juan
Villa Calvo y el Ingeniero Eduardo Bedoya Forga la firma INARA, compañía con la
que hizo obras tan relevantes como la restauración del Monasterio de Santa
Catalina. No formado en el campo de la restauración tuvo la sensibilidad de
hacer una obra correcta para una época en la que los principios patrimoniales
no estaban todavía claros, haciéndose también asesorar por el arquitecto Víctor
Pimentel, uno de los firmantes de la carta de Venecia.
Chalo tuvo diferentes socios a lo
largo de su carrera, pero con quienes seguramente más trabajó fue con los
arquitectos Luis Felipe Calle y Pedro López de Romaña, pero su labor como
arquitecto no se restringió solo al ámbito proyectual. Fue miembro fundador y
decano de la Regional del Colegio de Arquitectos del Perú, presidente de la
superintendencia del centro histórico de Arequipa en la época de la
declaratoria de Arequipa como patrimonio de la humanidad, y luego asiduo
miembro de esta superintendencia hasta que el cuerpo se lo permitió. Y es que
Chalo, desde sus afectos por Arequipa, y desde su vasta experiencia era dueño
del juicio certero de lo que debía ser el futuro de la ciudad, enmascarando su
lucidez con la frase “Si yo se esto es porque soy viejo no por otra cosa”.
Ahora, que Chalo ha trascendido su
cuerpo y desde la añoranza de su presencia física entre nosotros me doy recién cuenta que los principios de su obra no
se encuentran en ningún libro ni teoría, pues estos son extraídos y coinciden
con los que rigieron su propia vida; es decir:
Los de esa generación de arequipeños orgullosos
de su ciudad y que sienten como obligación continuar la tradición y decencia de
sus ancestros.
Los de la sinceridad del acto
constructivo propio de la arquitectura colonial que le sirvió de telón de fondo
durante su infancia y juventud.
Los de una cultura del proyecto
aprendida en la ENI que le permitió transitar con el mismo rigor desde las
escalas urbanas hasta el detalle arquitectónico.
Y finalmente los principios de moral,
ética y don de gentes que compartió con su amigo y maestro Fernando Belaunde
con el que participa ahora del tiempo eterno.
Tu Arequipa te va a extrañar Maestro.
Gonzalo Ríos
Gonzalo Ríos